viernes, 31 de mayo de 2013

Creo que he visto una luz al otro lado del puente

Este es un fragmento de una nota publicada en "El Sótano", una revista cultural digital cuyo segundo número se editó esta semana y de la cual tuve el gusto de volver a participar. Para verla íntegra entrá a http://issuu.com/elsotano/docs/n2_/0

La otra orilla del río es eso inalcanzable e imposible, hasta que un puente lo transforma en una pavada. La vida en muchos aspectos es igual: consiste en tender puentes entre lo que somos y lo que queremos ser. El desafío está en buscar la forma de llegar al otro extremo en lugar de resignarse a la utopía.

La vida está llena de puentes, de situaciones y decisiones que nos trasladan de un lugar a otro. Hay puentes que no nos animamos a cruzar, sea por su fragilidad o porque nos da miedo lo que podamos encontrarnos del otro lado. Hay puentes que queremos cruzar, pero no sabemos cómo hacerlo. En fin, hay un puente para cada persona, para cada corazón. Aquí no vamos a cruzarlos todos. Con suerte, capaz que cruzamos alguno.

Dicen que el primer puente fue un árbol, que en la prehistoria algún ser primitivo utilizó para llegar al otro extremo de un río. Todo en el plano de los “supuestos” verdad, porque por razones lógicas no hay videos en YouTube que lo atestigüen. Imaginen la felicidad de ese HOMO “ALGO” cuando vio la chance de llegar a ese lugar que le parecía inalcanzable. Y el sinfín de lugares que pudo descubrir gracias a ese esencial paso.

Esa boludez, eso que parece fácil, no siempre lo es, y si no me creés mirá lo que le pasó al pobre Edgar. ¡Más de 37 millones de personas lo avalan!



La otra orilla del río es eso inalcanzable e imposible, hasta que tendemos un puente. Y no podemos depender que un árbol se caiga solito para darnos cuenta de esa posibilidad. Está en nosotros buscar la forma de llegar al otro extremo en vez de resignarnos a la utopía. De tender puentes entre lo que somos y lo que queremos ser.

La historia del puente chino

Ahora, ¿cómo un poblado sin árboles podría descubrir la posibilidad de tender un puente y liberarse de la prisión geográfica? Ahí te quiero ver.

Resulta que había una vez un pequeño poblado en el norte de China, rodeado de mar y sitiado por un profundo pero angosto cañón (cañón de “grieta en la tierra”, no de pólvora), que impedía a sus habitantes cruzarlo y llegar al otro extremo. Básicamente vivían como aislados, como si vivieran en una isla (y si, es claro que del término “isla” surge el verbo “aislar” y todas sus conjugaciones).

Para ellos cruzar para el otro lado era una utopía. Estaban resignados a vivir encerrados en ese pedazo de tierra. Además, para darle color, decían que del otro lado había un dragón. Viste como son los chinos, ¿no? Para inventar Godzillas y cosas de esas están mandados a hacer.

Hasta que un día, todo cambiaría. Otra cosa que también les encantó a los chinos desde siempre es luchar. Son peleadores por excelencia: de sumo, de karate, de judo, de lo que se te ocurra. En aquel poblado, resolvían sus asuntos en duelos que se realizaban al borde del abismo y el que perdía, imaginate, era el que caía al vacío por la grieta.

Dicen que esa historia inspiró a los creadores del juego Mortal Kombat, que idearon un puente donde el perdedor caía encima de horrendas estacas de metal y moría empalado ahí.


¿Y valor? ¿Hacia dónde vas con esto?

¡Ya voy! En fin, una mañana de invierno (otra cosa que les encanta a los chinos es madrugar) dos luchadores se batieron a duelo al borde de ese angosto abismo, con una particularidad: se trataba del más alto del poblado contra el más pequeño, lo cual obviamente despertó la atención de todos los habitantes (los chinos también grandes adoradores del morbo).

Contra todos los pronósticos (¿?) ganó el enano, pero lo que nadie esperaba era el desenlace que tendría el combate. El alto, no cayó por el precipicio, logró agarrarse con la puntita de sus dedos en el otro extremo, y quedó acostado, con los pies en un lado y las manos en el otro. Ese fue el primer puente humano.

De inmediato los pobladores vieron la oportunidad y comenzaron a cruzar caminándole por el lomo, porque obviamente, el puente humano no podía ni moverse y, ciertamente, nadie lo iba a ayudar (otra característica que tienen los chinos, profundizada en los tiempos que corren, es que podés estar muriéndote que nadie te va a dar una mano).

Trataron de hacerle mantenimiento, dándole comida y alimentos, para que no se les muriera, claro está. Hasta que un día, el puente humano no aguantó más y se desmoronó, cayendo por el precipicio. Pero claro, no lo hizo solo, sino justo en el instante en que el enano, su verdugo, se aprestaba a cruzar, llevándoselo consigo al fondo del abismo. Porque si hay algo que les gusta a los chinos, también, es la venganza.

Hoy en día esto sigue pasando. Dos por tres un puente cae, vencido por el peso de su propia responsabilidad. Por eso es que también, cuando vemos la chance de cruzar un puente debemos aprovecharla, porque no sabemos por cuánto tiempo puede estar ahí, permitiéndonos el paso, dándonos esa oportunidad de llegar a lo que queremos ser. Está en vos si te animás a cruzarlo o no. Así como está en vos hacer un puente. Y esto no es un cuento chino.

miércoles, 1 de mayo de 2013

¿Qué pasa con los años?

Este es un fragmento de una nota publicada en "El Sótano", una revista cultural digital cuyo primer número se editó esta semana y de la cual tuve el gusto de participar como columnista invitado. Para verla íntegra entrá a http://issuu.com/elsotano/docs/revista/1

Hoy escribimos sobre el paso del tiempo. “¿Qué pasa con los años?” gritaba Luca Prodan, en un delicioso cóver de Sumo (*) del tema “Años” de Pablo Milanés. Pasa con los años que pasan (valga la redundancia) porque el tiempo no se detiene. El tiempo, que es la verdadera riqueza que tenemos los seres mortales, aquella que estamos gastando aún sin hacer nada, o debo decir FUNDAMENTALMENTE cuando no hacemos nada.

“Pobre es el que quiere tener más cosas”, o algo así, dijo un recordado presidente que después dejaría hacer pelota un país por plata. Rico es aquel que tiene tiempo, para vivir, para disfrutar, para amar, para reir, para hacer cosas. Todos queremos más tiempo, así sea para mirar videos de gatos en Youtube. El problema, es que no nos damos cuenta que ese tiempo aparentemente “ganado” lo estamos perdiendo en otras cosas. El tiempo es siempre el mismo. Lo que cambia es nuestra percepción de él.

El caso de Benny Ince

Corría el siglo XIX (y con “corría” no quiero decir que fuera más rápido, recordemos que el tiempo siempre tiene el mismo paso cansino) y la revolución industrial estaba en pleno auge. Benjamin Ince, para sus amigos Benny, era un campesino inglés que, como la mayoría de los de su clase, tuvo que emigrar a la ciudad para trabajar en las incipientes fábricas.

Allí cumplía sus tareas durante la friolera de CATORCE horas diarias, obviamente por un salario miserable y en condiciones infrahumanas. Allí trabajaban también su esposa Margaret y su pequeño hijo Paul. Pobre tipo, aparte de tener que laburar CATORCE horas, tenía que fumarse a su mujer en el trabajo durante CATORCE horas.

Todo esto para salir de la fábrica, con unos pocos morlacos encima y apenas 10 horas más para “vivir”, hacinado en un conventillo en las afueras de Londres. Agregale a esto las horas de sueño necesarias para recuperarse de semejante esfuerzo físico.

Benny quería más tiempo. Necesitaba más tiempo, porque aparte el muy bandido tenía un picoteo con una compañera de trabajo (si, frente a las narices de su mujer) y para poder intimar tenían que verse fuera del recinto laboral, ya que su amante, de quien nos reservamos la identidad para no comprometerla (¿?), también era casada.

No tengo tiempo

Sin entrar en detalles de lo que hacían Benny y su amante detrás de aquel frondoso álamo negro a orillas del Tamésis, estaba claro que la fórmula 14 HORAS DE TRABAJO + DORMIR + DOBLE VIDA no le estaba funcionando al querido Benny (si, Benny era muy querido, infiel, pero muy querido).

Cansado de “no tener tiempo”, un buen día, con tremendo pedo de Absenta, Benny decidió hacer algo al respecto. Recientemente se había inaugurado el BIG BEN, ese reloj GIGANTE que hoy sigue siendo un ícono del paisaje londinense. Estaba todo el mundo “embobecido” con él y por ende, con el tiempo.

Benny tuvo la “brillosa” idea (entiéndase con “brillosa” aquellas ideas que bajo los efectos de ciertas sustancias parecen fantásticas pero cuando volvemos a nuestro estado natural nos damos cuenta que eran una mierda), me perdí. Va de nuevo.

Benny tuvo la “brillosa” idea de alterar el Big Ben. Esa era SU forma de modificar el paso del tiempo. Creyó que enlenteciendo el funcionamiento de esas gigantezcas agujas, los días serían más largos y por consiguiente, él tendría más tiempo para hacer sus “cositas”.

La operación Big Ben

Pese a que aquella noche apenas podía mantenerse en pie, Benny llegó hasta el corazón del monstruoso Big Ben, donde gigantezcos engranajes hacían mover lo que para él era “el tiempo del mundo”.

Su primera idea fue trancar los engranajes con la botella de Absenta, lo cual obviamente no funcionó, ya que la misma fue triturada instantáneamente. Luego quiso colgarse de la rosca y frenarla (pobre iluso), con la mala suerte de que justo en ese momento la policía ingresaba a la sala de máquinas, encontrándolo in fraganti.

Benny Ince fue apresado y acusado de anti-horario. Luego juzgado y enviado a Bodmin Jail, una antigua cárcel inglesa. Allí fue que encerrado solo, sin trabajo, sin familia y sin amante, Benny se dio cuenta de todo el tiempo que disponía. Ahí fue cuando tomó dimensión de él, cuando lo valoró.

Al momento en que salió, su mujer ya estaba con otro hombre. Su amante ya tenía otros amantes. Todo había cambiado. Benny, aprovechando sus contactos carcelarios, se dedicaría al tráfico de whisky. Luego sería nuevamente apresado y pasaría hasta el fin de sus días en Bodmin Jail.

Dicen que su caso inspiró las reivindicaciones proletarias que luego derivarían en la reducción de la jornada laboral a 8 horas, pero yo eso no te lo puedo confirmar. Acordate lo que te dije al principio: yo no sé nada, acá todo es al bulto.

(*) “Años” de SUMO.