Desde hace un tiempo el fenómeno del reality viene copando la industria publicitaria. Esto es: recurrir a historias “reales” para utilizarlas con fines comerciales. Esta “moda” ciertamente acompaña a una tendencia televisiva mundial, donde todo el tiempo gente “común” es mostrada cantando, bailando, jugando, o simplemente rascándose el higo, como en “Gran Hermano”.
La publicidad no solo no fue ajena a este fenómeno, sino que lo vio como una oportunidad para convertirse en algo más creíble, más cercano a los consumidores. Mostrar lo “real” en vez de lo artificial siempre es más convincente.
Es raro igual, porque uno va al cine y disfruta la historia aunque sabe que los personajes son ficticios, pero con la publicidad parece que el hecho de ver gente “normal” nos hiciera sentir más confiados. Como si eso nos diera la tranquilidad de que esa marca no nos está tratando de lavar el cerebro.
En fin. Así comenzaron a desfilar por nuestra pantalla casos “reales” de toda índole, desde un hincha de Uruguay nacido en “Islas Nosequemierda” hasta un simple vendedor de banderas.
El problema es que las personas se equivocan, tienen defectos, y las marcas no quieren tener defectos, NO PUEDEN tener defectos. Ya el hecho de hacer publicidad es una inversión bastante importante como para que esto no solo no consiga resultados positivos, sino termine siendo un tiro por la culata.
En pleno auge de la Copa América, un conocido proveedor de TV para abonados salió con una campaña protagonizada por un vendedor de banderas “real” (siempre entre comillas, porque la historia pretende ser real pero nunca sabremos si realmente es así).
La cuestión fue que este señor, no solo había estado preso por asesinar a su pareja, sino que tenía en su haber otros episodios de violencia doméstica en tiempos más recientes. Mientras miles de personas se manifestaban en las calles contra los feminicidios bajo la consigna #NiUnaMás, un victimario salía sonriente en TV, revoleando la bandera uruguaya.
Lo vieron, lo denunciaron, y rápidamente la empresa levantó la publicidad. La agencia se movió velozmente, consiguió otro “vendedor de banderas” y volvió a filmar la pieza. Alrededor de 10 días después, la campaña estaba nuevamente al aire, ya sin el funesto señor.
Ahora tenemos este caso de público conocimiento, vinculado a uno de los músicos del Dúo Cantaclaro. Indudablemente los dueños de la Bodega Traversa, elaboradora del Vino Faisán, no deben estar muy felices sabiendo que la canción de su publicidad es interpretada por un ejemplar procesado por pornografía infantil. Ciertamente le da otro tenor a la frase “celebremos con Faisán”.
Es un caso algo diferente al anterior, ya que en esta oportunidad la pieza no fue concebida como un reality, pero no deja de estar fuertemente asociada a personas reales.
Quizás la publicidad debería volver a pensar más en las historias y menos en sus intérpretes, más en el contenido y menos en el envase del mensaje. O seguir la nueva tendencia mundial: pensar ideas que ayuden a hacer del mundo un lugar mejor, y que todos hablen de tal marca por algo bueno. No sé a vos, pero a mí no se me ocurre un posicionamiento más beneficioso.
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