lunes, 30 de septiembre de 2013

Solo veo que no veo nada

Este es un artículo publicado en "El Sótano", una revista cultural digital que ya va por su sexto número y de la cual tengo el gusto de participar. Para ver la publicación íntegra entrá a http://issuu.com/elsotano/docs/n6

¡Muchas gracias Lalo @insipidodemente por la ilustración!

El sentido de la vista siempre estuvo sobrevaluado. Esta percepción ha sido apuntalada a lo largo de la historia con diversas frases célebres, pero al mismo tiempo descalificada por otras. Todo depende del punto de vista con que se mire al sentido de la vista, valga la redundancia, porque no es lo mismo desde los zapatos de un ser humano, que bajo las escamas de un reptiliano.

Los dichos y refranes célebres siempre intentan legitimar una postura. Como si el solo hecho de evocar ese enunciado mundialmente famoso nos otorgara cierto poder al momento de doblegar a quien opina diferente a nosotros. También suelen ser utilizados como comodín cuando alguien se queda sin argumentos. Quizás por eso, en esta “controversial” edición de “Al bulto” hagamos uso excesivo de este recurso. Desde ya les pedimos disculpas.

Embanderados con el sentido de la vista encontramos frases tales como “una imagen vale más que mil palabras” (proferida por un señor que quería transar una foto vieja por un diccionario en el mercado del trueque), “ver para creer” (espetada por una dama que deseaba observar con sus propios ojos el supuestamente desproporcionado miembro viril de un caballero) o la vieja y tramposa “ojos que no ven, corazón que no siente”, ingeniosa creación de la primera mujer que engañó a su marido.

Pero lo cierto es que muchas veces una imagen no dice ni una palabra, en otras tantas oportunidades creemos en cosas que no vemos (por ejemplo, yo jamás en mi vida vi un pez espada, empero creo en su existencia) y nuestro corazón habitualmente siente cosas que nuestros ojos no ven, porque como dijo el primer comebagre de la historia: “lo esencial es invisible a los ojos”.

¿Por qué juzgamos con tanta liviandad a alguien por su imagen entonces? Quizás porque si no estigmatizáramos a las personas por su apariencia, tendríamos que asumir el “riesgo” de acercarnos e interactuar con ellas. Escuchar su realidad. Dedicarles unos minutos de nuestro “valioso” tiempo. Y si, es mucho más fácil juzgar de lejos, por la apariencia. Claro que también se ha dicho que “las apariencias engañan”, entonces tanta contradicción entre frases célebres nos termina provocando una gran matufia en la cabeza que hace que ya no sepamos qué creer. Tratemos de desasnarnos con un ejemplo, basado en hechos reales.

Felipe, ¿sos vos?

Se han escrito libros, filmado películas, dibujado cómics, tatuado colas y otras manifestaciones artísticas sobre los reptilianos, pero quizás vos que estás leyendo esto nunca hayas escuchado hablar de ellos. Básicamente, son como los extra-terrestres, pero son intra-terrestres: viven dentro de la tierra (y odian que los confundan con los del espacio exterior porque no los pueden ni ver). Tienen apariencia de reptil, pero la capacidad de transformarse en humanos y pasar desapercibidos, con el único fin de alimentarse y sobrevivir.


El problema es que los reptilianos comen humanos. Si se arreglaran con una ensalada mixta, o unos panchos del carrito, todo bien, pero su dieta se basa en humanos, entonces reconocerlos es fundamental para salvar nuestra especie. Si buscás un poquito en internet vas a aprender a detectarlos. Yo una vez conocí a uno, se llamaba Felipe. Buen tipo, salvo por su instinto asesino y su profundo deseo por acabar con nuestra especie. Reconocerlo fue fácil porque Felipe nunca podía completar su metamorfosis humana. Siempre le quedaba algo pendiente. O era la cola colgando, o las escamas en la piel, o la lengua puntiaguda. Nunca podía transformarse 100% en humano.

Nos hicimos amigos una noche en la rambla. Ambos estábamos borrachos. Felipe estaba triste porque se había comido un “cocainómano” y esto le había costado varios dientes porque el occiso estaba re duro al momento de ser ingerido. Yo le dije que no se preocupara, que la falta de piezas dentarias le iba a resultar beneficiosa para vincularse en ciertos ambientes.

Un reptiliano, un amigo.

Con el tiempo forjamos una gran amistad, basada en su palabra de no comerme a mí y mis consejos para que él pudiera pasar desapercibido en la sociedad, al menos hasta que pudiera completar la mutación humana y manejarse libremente entre los de nuestra especie. Y ese día llegó. Felipe pudo convertirse en un humano con todas las letras y ya no necesitó mis servicios. Pensé que ahí sí me iba a querer comer, pero después de ver todo lo que ingería yo diariamente, ciertamente entendió que no le convenía, que no lo salvaba ni un bidón de té mixto.

Lo más triste fue que la euforia por tener apariencia 100% humana fue la perdición de Felipe. Eso lo llevó a meterse en ámbitos que no le convenían, como en medio de la barra brava de Peñarol o en misas de “Pare de sufrir”. Y así fue que una noche, entre jabones de la descarga y ritos satánicos, su amigo Paulo se lo comió. Si, Paulo era un reptiliano que había tomado la forma de un pastor brasilero y como Felipe ahora era 100% humano, no lo reconoció y se lo manducó sin chistar.

Si Felipe se hubiera aceptado a sí mismo con sus virtudes y sus defectos, si no hubiera querido perfeccionar su apariencia, hoy estaría vivito y coleando (literalmente). Por eso creo que más allá de cómo nos ven los otros, primero deberíamos pensar como nos vemos nosotros mismos. Vernos y aceptarnos como somos. ¿Qué importa cómo nos ven los demás? Mientras nos reconozcan las personas que ya nos conocen, no habrá nada que temer. Bueno si, a los reptilianos siempre hay que temerle, pero ta, como dice el dicho: “si no puedes con tu enemigo, únete a él”, ¿o me vas a decir que vos nunca te comiste una persona?

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